miércoles, 25 de marzo de 2009

Viscosa y carmesí

La otra noche fumaba un cigarrillo en el pequeño balcón de mi casa, mirando a la calle. Todo estaba vacío, el viento soplaba con fuerza y hacía tintinear cosas. No puedo ser más preciso, pero eran cosas metálicas. Tín-tilín-tlín-tlín.
Ya he dicho que no veía a nadie en la calle, ¿no? Pues en los edificios de enfrente tampoco había ni una sola ventana iluminada ni abierta. Como si estuviesen todos los pisos vacíos. Y tampoco es que fuese demasiado tarde, faltaba poco para la una.

Estaba algo nervioso porque era mi penúltimo cigarrillo y me apetecía empalmarlo con el último, que parecía tristón en la cajetilla, ahí solico. Pero si lo hacía, al día siguiente no tendría ocasión de ciscarme el pitillo post-desayuno que, como bien es sabido, es uno de los más importantes del día. En esta encrucijada me encontraba cuando sucedió algo de veras imprevisto: tras un nuevo repique metálico -tilín-, escuché una extraña y estruendosa explosión seca, como si una burbuja gigante hubiese hecho BLOB. El ruido provenía de la misma calle, siete pisos más abajo.
Miré.

Una monumental grieta se iba dibujando de un extremo a otro de la calzada. A continuación todo el asfalto empezó a sufrir algo parecido a espasmos, violentos latidos. Casi contracciones. Las ventanas del vecindario seguían a oscuras, ¿nadie oía nada? ¿nadie lo sentía? El enorme tajo empezó a abrirse lentamente, proyectando al tiempo una potente luz rosácea que me hizo entornar los ojos hasta adaptarme al nuevo tono de whiskería que lo estaba tiñendo todo. Entonces pude ver el interior de la sajadura, viscoso y carmesí, salpicado de grandes espinas amarfiladas. Sí, era como una enorme vulva dentada e iridiscente. Repentinamente, se puso a expeler pedorretas y gases de colores; y un tufillo a lonja de pescado me golpeó el hocico. Sin duda se trataba del Apocalipsis, que acontencía en mi barrio; su epicentro.

No quise esperar a ver como demonios, íncubos y toda suerte de nefandas criaturas abisales surgían de las profundidades en energúmenas hordas para tomar mi barrio, violar a mis ancianas vecinas, saquear bisuterías y chinos y pakis, asaltar los parquímetros con avariciosa saña demoníaca. Así que decidí reservarme el último cigarrillo para el desayuno y me fui a la cama, resignado a despertarme en un nuevo lunes.